lunes, 30 de noviembre de 2009

Porqué nos gustan los realities I

Llevo años dándole al cerebelo y no conseguía entender porque a la mayoría de los mortales les encantan los realities. Recientemente lo he comprendido. Es el efecto catarsis. Hace 2000 años Jesucristo murió por nuestros pecados y entre todos lo crucificamos. Con los concursantes de los realities pasa lo mismo. Es obvio que nadie es perfecto. Todos tenemos una miríada de defectos y podemos ser más o menos desagradables. Pero es que los concursantes que salen en la tele se llevan la palma. A ver si me explico.

Pongamos que uno es algo cerdo y poco dado al jabón. Pues no pasa nada. En la tele siempre sale alguien que no se ducha nunca, huele peor que tú y luce unos lamparones que ríete tu de Aladino. El país entero lo comenta y se convierte en el guarro nacional. ¿Qué ocurre entonces? Pues que este tío nos redime a todos. Uno se siente mejor porque sabe que no es tan guarro como el concursante o por lo menos, su falta de higiene no es de dominio público. Así que entre todos lo crucificamos y nos quedamos bien a gusto.

Digamos que una es una chocho suelto o ya en primaria te apodaban “la calientapollas”, pues en la tele siempre va a salir alguna que además de ser una auténtica arpía no le hizo caso a su madre cuando le decía que es mejor hacerse la estrecha. Este tipo de mártir es muy necesario es un país tan machista como el nuestro porque mientras todos los tíos comentan lo maja que es y lo buena que está, las tías podemos empezar a despellejar a la tipa hasta dejarla en los huesos. Además los del Cuore ya sacarán alguna foto de esas de ¡Arrggg! donde se le vean las vergüenzas, la celulitis y los sobacos sin depilar. Que placer… Normalmente estas concursantas alcanzan el zenit de su desarrollo espiritual cuando consiguen ser portada de la Interviú, cobran una pasta y si son listas la invierten y se montan una peluquería. Si son más ligeras de cascos se lo gastan en farras y modelitos y al cabo de un par de años, vuelven a la caja del Carrefour.

Otra modalidad de concursantes que me inflan los ovarios y me dan vomitera son los lloricas. No hay reality que se precie sin algún concursante llorica. Estos presumen de ser muy sensibles pero simplemente son unos capullos malcriaos cuyos progenitores no les dieron un bofetón a tiempo. Cada vez que algo se les tuerce, irrumpen en un patético llanto apelando a su abuela moribunda, sus orígenes humildes o el destino cruel. En ningún momento se les ocurre pensar en su inmensa mediocridad o poco carisma. Si pillaran conmigo iban a llorar con razón. Lo malo es que al final se salen con la suya. No hay nada como dar asco y pena. Catarsis.

Tampoco puede faltar una especie muy abundante: el gorila macho-man. Dicen que el hombre de Neanderthal se extinguió pero yo no estoy de acuerdo. No hay más que observar a estos tíos inflaos de pesas y esteroides con el pelo rapao y media neurona. Tienden a sentarse bien abiertos de patas y en pose de jefe tribal. Me gustaría saber si es porque los cojones no les dejan juntar las piernas o tienen alguna tara en el ADN. Suelen hacer gala de profundo desdén, mala educación y preocupante incultura. Inexplicablemente tienen mucha aceptación entre las féminas pero en general acaban siendo hombres objeto, enseñando el culo como Boys en saraos de famoseo y a veces con las ganancias se montan su propio gimnasio.

El concursante “Piernas”. El concursante piernas es el típico listillo que va a por todas. Suelen ser personas bastante inteligentes y con mucha habilidad social. Son esos que siempre están de “buen rollo”, sonríen, abrazan y consuelan. Siempre he pensado que este tipo de gente, salvo escasas excepciones, son grandes maestros del fingimiento y la falsedad. Es imposible que todo quisque te caiga de puta madre nada más conocerle y que te comas a besos al prójimo. Tienden a vestir de colorines y les gustan mucho los accesorios étnicos. Les encanta Manu Chao, Macaco y están en contra del racismo, la energía nuclear y los tomates transgénicos. Se sienten en armonía con la raza humana pero no soportan a la gente rara que no se integra y les sigue el rollo. Suelen llegar lejos.

En la próxima entrega seguiré analizando este espectro social de carne de reality. Pido disculpas por hacerles esperar pero este estudio de campo me supone un desgaste intelectual y emocional que no puedo prolongar por espacios de tiempo muy extensos sin que me suba la fiebre.

martes, 3 de noviembre de 2009

El tamaño si importa

No sé como abordar este asunto tan sensible y peliagudo sin herir sentimientos viriles.
No me gustaría recibir demandas judiciales por feminazi o ser acusada de intentar instaurar una ginecocracia exterminadora…
Pero el caso es que el tamaño importa.
Ya oigo esas voces disidentes, esos abucheos de estadio de fútbol y siento esas miradas escrutadoras por parte de los tíos…
A ver majos: yo no digo que todos tengáis que tener un apéndice como la trompa de un elefante pero durante muchos años nos han vendido la moto de que la talla carecía de importancia y eso es falso…
Desde mi juventud he sido una mujer muy afortunada. Todos mis novios tenían grandes calabacines que izaban como banderas americanas en pozos petrolíferos. Quizá esté mal acostumbrada pero para mí, la verificación de las dimensiones zipotianas siempre ha sido un momento clave.
Conoces a un tío. Te gusta. Te pone. Es majo, no tiene faltas de ortografía, no está casado, tiene unos ojos divinos, es culto y te invita a cenar. La cosa marcha y tarde o temprano llega el momento del primer fornicio. Tú estás un poco tensa porque te ves las tetas caídas y el síndrome premenstrual te tiene más hinchada que el Bibendum.
Empiezan los preliminares y al cabo de un rato dices “Vamos allá…”.
Metes la mano debajo de la sábana y te aproximas al objetivo. Palpas superficialmente y pueden ocurrir 3 cosas:
1-Mega nabo de la muerte: duro como el acero, ancho como un vaso de tubo, largo y apuntando al techo. Lo agarras con ganas y no dices nada pero interiormente gritas ¡Siiiiiiiiiiiiiiii! ¡Oeee, oe, oe, oeeeeeee!
Te relajas y a disfrutar a tope porque sabes que con ese tanque vais a ganar la guerra. Última prueba superada
2-Nabo normal: largura media, recio pero con diámetro visiblemente más reducido que el meganabo de la muerte. Sabes que no va a ser la fiesta vikinga y el power del mega pero puede estar bien aunque habrá que afinar las posturas y alineaciones.
3-Nabo/cacahuete: lo dicho. Es una situación incomodísima. Al principio crees que el bichito aun está dormido pero lo compruebas y piensas “¡Dios mío! Que voy a hacer… ”
Sigues dándole al manubrio pero no hay nada que rascar. Te entristeces porque con ese tamaño no vas a notar ni una cosquilla y él se va a sentir como un corcho en alta mar. Normalmente recurres a otras técnicas más orientales y napoleónicas pero sobre todo lo sientes de corazón por el tío porque vaya putada tener el pito tan pequeño.
Lo cierto es que el tamaño importa. No es crueldad, es evidencia. A más solomillo más alegría.
Aunque no todo son ventajas…
Un problema típico para los hombres trípode es el tamaño de los condones. Si tener que parar un momento para forrar el pepino ya corta un poco el rollo, ya ni te cuento cuando encima la goma es pequeña y hay que hacer malabarismos para envolver bien todo el regalo. Lo peor es que la situación se torna profundamente ridícula y antierótica. Tú estás ahí, sentada en la cama, en pelotas y observas a tu pareja cada vez más agobiao. Lo que iban a ser 10 segundos ya pasa de 5 minutos. Y mientras notas como te resecas o se te pasa la borrachera tu cerebro empieza a hacer asociaciones surrealistas. Piensas en aquella tarde en casa de tu prima del pueblo cuando te enseñaron a hacer chorizos. Te acuerdas de la vergüenza que pasaste cuando reventaste unos pantalones que te probaste en Stradivarius por empeñarte en comprar ropa para párvulas. Como tienes un poco de hambre visualizas la cazuela de barro llena de salchichas con tomate y vino blanco que hacía tu madre…
No quieres incomodar a tu chico pero finalmente susurras: “¿Qué, como va?”…
El te mira compungido con el rostro enrojecido y ligeramente azulado.
La batalla de sokatira que libra con el preservativo le ha hecho sudar más que un partido de tenis y está al borde de la apoplejía. En ese momento piensas en la durísima carta de consumidor indignado que vas a enviar a “Durex” y con el rollo jodido te apresuras a liberar a tu chico del látex estrangulador antes de que pille una necrosis y tenga que buscar curro de eunuco en un harén. No penséis que exagero. Esto lo he sufrido en persona.
Sin embargo, es curioso como el destino nos depara grandes revelaciones a nuestros interrogantes más profundos. Mi amigo Mark “el gordo” encontró curro en el departamento comercial de “Durex”. ¡Si! Va en serio…
Además de alegrarme por el nuevo empleo de mi colega supe que tenía que aprovechar la oportunidad y hacer campaña para los condones XXL.
Una tarde que estábamos de cervezeo le expuse mi razonamiento: “Oye Mark tío, por qué no hay tallas de condones diferentes, es un coñazo porque o se salen por grandes o no se ajustan bien por pequeños, debería haber diferentes tamaños, sería mucho mejor, no entiendo porque sólo hay una talla y bla bla…”
Mark “el gordo” me miró divertido con su cara y ojillos de borrachín irlandés y me dijo: “¿Tu que crees?”. “Ni puta idea chico”, respondí.
Mira Mel, dijo Mark, no se comercializan tallas de preservativos porque los hombres no están psicológicamente preparados para asumir la diferencia de tamaño de sus penes. Es un tema muy sensible. A los tíos no les gustaría verse en la situación de tener que comprar una caja de condones “mini plus” o que su compañero de piso les pida una goma a las 3 de la mañana y diga “Ay gracias tío, pero lo siento yo llevo la maxi plus, esa no me vale, venga buenas noches y perdón por la molestia…”
¡Ahí va la hostia! ¡No me jodas que llevo tampax! Nunca hubiera imaginado que el capitalismo fuera tan benevolente con los egos masculinos. La verdad es que puedo entenderlo pero ciertamente a las mujeres no se nos paga con la misma moneda. Nosotras tenemos que sufrir, controlar y justificar cada milímetro de nuestro cuerpo.
Si tienes el culo como una hormigonera nadie piensa en tu alma sensible y además de apodarte “La vehículo longo” las dependientas de las boutiques te saludan nada más entrar con un “para ti no tenemos nada”.
Serán zorras…
Si eres más plana que la pista de los autos de choque tienes que recurrir a rellenos, geles y wonderbras o insertarte 2 balones de playa que digan lo que digan te hacen parecer una mujer a 2 tetas pegada.
En caso de que seas naturalmente pechugona te llamarán “La Ramona”, “Campanera”, “La ubres borrascosas”, o algún tío te dirá algo como “Me gustan tus senos” y vomitarás. Tampoco te atarán las blusas y las zorras te dirán “es que tienes tanto pecho…”
Si eres demasiado bajita serás el taponcito o una culo contra el suelo, si mides un montón un cancallo o percherón.
A la hora de comprar ropa yo ya no sufro. Siempre he sido gorda natural pero ahora ya encuentras tiendas de moda con tallas suficientes para vestir a un transatlántico. Lo que yo llamo gordicenters, una maravilla.
Donde todavía me encuentro en situaciones indómitas es en las zapaterías. Calzo un 42. Siempre ocurre de la misma manera: me dirijo al mostrador e intento ser amable. “Esos botines negros del escaparate, ¿tenéis el 42?”.
La dependienta me mira consternada: “¿Qué? ¡Un 42! No, no. Como vamos a tener eso. Que pie tan grande por
favor…”
Que tacto…
Por qué no llaman al National Geografic: “¡Vengan ustedes rápido, en nuestra zapatería acaba de entrar El Yeti!”
Zorras…
La largura del pelo también siempre es fuente de conflicto y justificación. Si lo llevas muy largo acabas planteándote lanzar una opa hostil a Pantene y hacerte con el control mayoritario de las acciones. Tienes que dar explicaciones a los hombres de tu vida que no consiguen entender por qué necesitas una hora y media para lavarte la cabeza. En mi caso, una higiene capilar más rápida me deja con el aspecto de la bruja Lola. Cuando decides cortártelo, sales de la peluquería superfeliz porque te sientes muy cómoda y te ves muy mona.
Tus amigas te dicen que estas mejor pero llegas a casa y ves la cara de tu novio. Se le dilatan las pupilas, palidece: “¿Qué te has hecho? ¿Por qué te has cortado el pelo? ”.
En ese momento sientes un amago de paro cardiaco. No le gusta, no le gusta nada. El muy capullo que siempre se quejaba de tus orgías con el acondicionador…
”¿No te gusta...? ¡Pero si estoy muy mona! ”, respondes a punto de explotar en un llanto más prolijo que las riadas de Salou. El intuye el desastre inminente e intenta arreglarlo con “Que va, que va, si estas muy guapa. Sólo es que se me hace raro…” Cuando has conseguido reprimir el patatús, tu novio se acerca, te acaricia la nuca cariñosamente y suelta :“Ya te crecerá…”
Es entonces cuando quieres obligarle a zamparse un bocadillo de pelo y trasegarlo con una copa de champú anticaspa. Te zafas del muy cabrón y te retiras a tus aposentos con una grave enajenación.
Desde luego, con nosotras nadie tiene miramientos respecto a los centímetros.